Los dos primeros años los dedicó a
perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a
Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles
establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de
Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el
Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos
de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración
y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña
juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y
predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien
condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus
compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero,
con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del
bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso
modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a
Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos
todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado
oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y
tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la
Universidad de París.
Las palabras fervorosas de Ignacio,
llenas del Espíritu Santo, abrió los corazones de algunos compañeros.
Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de
teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un
navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón
Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las
exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto
de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o,
si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los
emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo
lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión
de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el
día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus
compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y
la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de
interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese
a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que
desear. Ignacio partió de París, en la primavera de 1535. Su familia le
recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de
Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Dos años más tarde, se reunió con
sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les
impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran
ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y
concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir
las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la
ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia a fin de
prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes
celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio,
quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para
ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a
Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez
irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que,
si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que
pertenecían a la Compañía de Jesús (San Ignacio no empleó nunca el
nombre de "jesuita". Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban
decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de
Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de "La
Storta", el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz
inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: "Ego vobis
Romae propitius ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró al
padre Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez
el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se
dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de
sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de
ellos dominaba todavía el italiano.
Aprobación de Paulo III a los estatutos de la Compañía de Jesús
Ignacio y sus compañeros decidieron
formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de
pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de
cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además,
había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el
cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en
todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría
el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo
ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no
existiría en la nueva orden, "para que eso no distraiga de las obras de
caridad a las que nos hemos consagrado". No por eso descuidaban la
oración que debía tomar al menos una hora diaria.
La primera de las obras de caridad
consistiría en "enseñar a los niños y a todos los hombres los
mandamientos de Dios". La comisión de cardenales que el Papa nombró para
estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que
ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más
tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por
una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer
general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que
aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y,
algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la
basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en
Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había
fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos
judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres
arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión
de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió:
"Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un
solo pecado". Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en
1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India,
donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Goncalves y
Juan Nuñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a
los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo;
algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del
Sur.
El Papa Paulo III nombró como
teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y
Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a
los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos
y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosa- mente su ciencia y
de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos
de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y
virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente
como Doctor. En 1550, San Francisco de Borja regaló una suma
considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo
de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó
por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de
la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico
de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en
los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se
fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones.
Puede decirse que San Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa
que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a
desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda
los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio
ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y
entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La
actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del
importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento
tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de
oponerse al protestantismo. "La Compañía de Jesús era exactamente lo que
se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La
revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La
Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más
sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica,
que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de
Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a
las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal
era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la
confianza y la obediencia de las almas" (cardenal Manning). A este
propósito citaremos las, instrucciones que San Ignacio dio a los padres
que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con
los protestantes: "Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo
que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de
caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis
desprecio por sus errores". El santo escribió en el mismo tono a los
padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
Una de las obras más famosas y
fecundas de Ignacio fue el libro de los Los Ejercicios Espirituales. Es
la obra maestra de la ciencia del discernimiento. Empezó a escribirlo en
Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la
aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la
tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo
cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica
de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de
San Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las
principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en
las obras de los Padres de la Iglesia, San Ignacio tuvo el mérito de
ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad.
Portada de la primera edición de los "Ejercicios Espirituales" de San Ignacio de Loyola (Año del Señor de 1548)
La prudencia y caridad del gobierno
de San Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos
afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se
encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar
material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía
escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de
su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente
al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de
las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía
sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus
súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a
aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio
de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los
profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia.
La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con
frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: "A la
mayor gloria de Dios". A ese fin refería el santo todas sus acciones y
toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente:
"Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama verdaderamente no
está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y
sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el "espíritu
militar" de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la
simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu
de empresa.
Durante los quince años que duró el
gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se
extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos
quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó
cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556,
sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos.
Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
-Adaptado del trabajo de Alban
Butler et all, edición en español de R.P. Wilfredo Guinea. La Vida de
los Santos de Butler, vol. 3. (Chicago USA: Rand McNally, 1965)
pg.222-228.
MEDITACIÓN SOBRE LA VIDA DE SAN IGNACIO
I. San Ignacio, en la soledad de
Manresa, había trazado el plano del edificio espiritual que debía
edificar durante toda su vida. Su libro de los Ejercicios espirituales
es un resumen de lo que debe hacerse y de lo que él mismo hizo para
llegar a la perfección. Comenzó por llorar sus pecados y expiarlos
mediante ruda penitencia. Es el primer paso: lavar nuestros pecados con
lágrimas. Así procedieron todos los santos; ¿los imitamos nosotros?
Aunque no hubiésemos cometido sino un solo pecado mortal, seria
suficiente para llorar hasta la muerte.
II. El segundo paso hacia la
perfección, dice San Ignacio, es la imitación de Jesús que obra y sufre
para la gloria de Dios y la salvación de los hombres. San Ignacio ha
seguido paso a paso a este Modelo de los predestinados: después de su
conversión llevó primero una vida escondida como Él; después se consagró
por entero a la salvación del prójimo, sufriendo a causa de esto
injurias, calumnias y prisi6n. ¿Cómo imitamos nosotros la vida oculta de
Jesús, sus trabajos y sus sufrimientos? Sigamos la divisa de San
Ignacio: Todo para la mayor gloria de Dios.
III. El tercer paso hacia la
perfección, que tan alto elevó la santidad de San Ignacio, es la unión
perfecta con Dios. Para llegar a ella, hay que desasirse del temor de
todo lo que no sea Dios, y darse enteramente a Él. Tenemos amor para las
cosas de este mundo, y no lo tenemos para Dios. ¡Todo amamos, todo
buscamos, sólo Dios nada vale ante nuestros ojos! (Salviano).