Desde MilesChristi.
"
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
"
Martes, 31 de julio de 2012
SAN IGNACIO DE LOYOLA, CONFESOR, FUNDADOR Y SOLDADO DE CRISTO
Haced todo a gloria de Dios.
(1 Cor. 10, 31)
(1 Cor. 10, 31)
San Ignacio de Loyola
SAN IGNACIO nació probablemente, en
1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa,
cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de
Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y
no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y
Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el
bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble
pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero
su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521,
cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa
del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la
guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo.
Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía:
Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año.
"A fin de imitar a Cristo nuestro
Señor y asemejarme a El, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la
pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con
Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y
loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio
y prudente en este mundo". Se decidió a "escoger el Camino de Dios, en
vez del camino del mundo"... hasta lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los "Ejercicios Espirituales". Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía designios para esta alma tan generosa.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues "pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas". Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino "amare" se convertía en un simple pretexto para pensar: "Amo a Dios. Dios me ama". Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.
Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo.
Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía:
"Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron".
Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Aparición de Nuestra Señora a San Ignacio, por Sebastián Ricci
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año.
Cueva de Manresa, donde San Ignacio hizo penitencia durante un año (allí nacieron los Ejercicios Espirituales)
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los "Ejercicios Espirituales". Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo, al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese crimen.
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse. Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció, aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. Otra vez, la Divina Providencia tenía designios para esta alma tan generosa.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se dedicó a estudiar, pues "pensaba que eso le serviría para ayudar a las almas". Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino "amare" se convertía en un simple pretexto para pensar: "Amo a Dios. Dios me ama". Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela, que eran mucho más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo, quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
Los dos primeros años los dedicó a
perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a
Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles
establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de
Barcelona, podía estudiar durante el año. Pasó tres años y medio en el
Colegio de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos
de sus compañeros a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración
y a practicar con mayor fervor la vida cristiana. Pero el maestro Peña
juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros estudiar y
predispuso contra Ignacio al doctor Guvea, rector del colegio, quien
condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle entre sus
compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación, pero,
con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del
bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso
modestamente las razones de su conducta. Guvea no respondió, pero tomó a
Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos
todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado
oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y
tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la
Universidad de París.
Las palabras fervorosas de Ignacio,
llenas del Espíritu Santo, abrió los corazones de algunos compañeros.
Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de
teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un
navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón
Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las
exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto
de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o,
si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los
emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo
lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión
de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el
día de la Asunción de la Virgen de 1534. Ignacio mantuvo entre sus
compañeros el fervor, mediante frecuentes conversaciones espirituales y
la adopción de una sencilla regla de vida. Poco después, hubo de
interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó que fuese
a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que
desear. Ignacio partió de París, en la primavera de 1535. Su familia le
recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de
Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Dos años más tarde, se reunió con
sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les
impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran
ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy bien y
concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir
las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la
ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia a fin de
prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos sacerdotes
celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto Ignacio,
quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para
ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a
Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y Laínez
irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que,
si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que
pertenecían a la Compañía de Jesús (San Ignacio no empleó nunca el
nombre de "jesuita". Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban
decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de
Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de "La
Storta", el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz
inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: "Ego vobis
Romae propitius ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró al
padre Fabro profesor en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez
el cargo de explicar la Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se
dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. El resto de
sus compañeros trabajaba en forma semejante, a pesar de que ninguno de
ellos dominaba todavía el italiano.
Ignacio y sus compañeros decidieron
formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de
pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de
cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además,
había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el
cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en
todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría
el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo
ordenase. La obligación de cantar en común el oficio divino no
existiría en la nueva orden, "para que eso no distraiga de las obras de
caridad a las que nos hemos consagrado". No por eso descuidaban la
oración que debía tomar al menos una hora diaria.
La primera de las obras de caridad
consistiría en "enseñar a los niños y a todos los hombres los
mandamientos de Dios". La comisión de cardenales que el Papa nombró para
estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que
ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más
tarde, cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por
una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer
general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que
aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y,
algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la
basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en
Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había
fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos
judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres
arrepentidas. En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión
de tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió:
"Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un
solo pecado". Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en
1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India,
donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Goncalves y
Juan Nuñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a
los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo;
algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del
Sur.
El Papa Paulo III nombró como
teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y
Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a
los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos
y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosa- mente su ciencia y
de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos
de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y
virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente
como Doctor. En 1550, San Francisco de Borja regaló una suma
considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo
de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó
por darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de
la ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico
de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en
los países invadidos por el protestantismo. En vida del santo se
fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones.
Puede decirse que San Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa
que había de distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a
desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda
los dos primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio
ordenó que se hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y
entre los mártires de Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La
actividad de la Compañía de Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del
importantísimo papel que desempeñó en la contrarreforma. Ese movimiento
tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la vida de la Iglesia y de
oponerse al protestantismo. "La Compañía de Jesús era exactamente lo que
se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la Reforma. La
revolución y el desorden eran las características de la Reforma. La
Compañía de Jesús tenía por características la obediencia y la más
sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la verdad histórica,
que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la revolución de
Lutero y, con su predicación y dirección espiritual, reconquistaron a
las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo crucificado. Tal
era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y obtuvo la
confianza y la obediencia de las almas" (cardenal Manning). A este
propósito citaremos las, instrucciones que San Ignacio dio a los padres
que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con
los protestantes: "Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo
que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de
caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis
desprecio por sus errores". El santo escribió en el mismo tono a los
padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
Una de las obras más famosas y
fecundas de Ignacio fue el libro de los Los Ejercicios Espirituales. Es
la obra maestra de la ciencia del discernimiento. Empezó a escribirlo en
Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la
aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la
tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo
cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica
de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de
San Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las
principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en
las obras de los Padres de la Iglesia, San Ignacio tuvo el mérito de
ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad.
Portada de la primera edición de los "Ejercicios Espirituales" de San Ignacio de Loyola (Año del Señor de 1548)
La prudencia y caridad del gobierno
de San Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos
afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se
encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar
material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía
escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de
su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente
al juicio de otros. Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de
las afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía
sobrellevar con alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus
súbditos cuando veía que lo necesitaban. En particular, reprendía a
aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o tibios en el servicio
de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y deseaba que los
profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran ciencia.
La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con
frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: "A la
mayor gloria de Dios". A ese fin refería el santo todas sus acciones y
toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente:
"Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama verdaderamente no
está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y
sufrir por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el "espíritu
militar" de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la
simpatía y el don de amistad del santo por admirar su energía y espíritu
de empresa.
Durante los quince años que duró el
gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se
extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos
quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó
cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556,
sin haber tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos.
Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales y retiros.
-Adaptado del trabajo de Alban
Butler et all, edición en español de R.P. Wilfredo Guinea. La Vida de
los Santos de Butler, vol. 3. (Chicago USA: Rand McNally, 1965)
pg.222-228.
I. San Ignacio, en la soledad de
Manresa, había trazado el plano del edificio espiritual que debía
edificar durante toda su vida. Su libro de los Ejercicios espirituales
es un resumen de lo que debe hacerse y de lo que él mismo hizo para
llegar a la perfección. Comenzó por llorar sus pecados y expiarlos
mediante ruda penitencia. Es el primer paso: lavar nuestros pecados con
lágrimas. Así procedieron todos los santos; ¿los imitamos nosotros?
Aunque no hubiésemos cometido sino un solo pecado mortal, seria
suficiente para llorar hasta la muerte.
II. El segundo paso hacia la
perfección, dice San Ignacio, es la imitación de Jesús que obra y sufre
para la gloria de Dios y la salvación de los hombres. San Ignacio ha
seguido paso a paso a este Modelo de los predestinados: después de su
conversión llevó primero una vida escondida como Él; después se consagró
por entero a la salvación del prójimo, sufriendo a causa de esto
injurias, calumnias y prisi6n. ¿Cómo imitamos nosotros la vida oculta de
Jesús, sus trabajos y sus sufrimientos? Sigamos la divisa de San
Ignacio: Todo para la mayor gloria de Dios.
III. El tercer paso hacia la
perfección, que tan alto elevó la santidad de San Ignacio, es la unión
perfecta con Dios. Para llegar a ella, hay que desasirse del temor de
todo lo que no sea Dios, y darse enteramente a Él. Tenemos amor para las
cosas de este mundo, y no lo tenemos para Dios. ¡Todo amamos, todo
buscamos, sólo Dios nada vale ante nuestros ojos! (Salviano).
El celo por la gloria de Dios
Orad por las órdenes religiosas.
ORACIÓN
Oh Dios, que, para la mayor gloria
de vuestro Nombre, habéis dado por el bienaventurado Ignacio un nuevo
socorro a vuestra Iglesia militante, haced, que después de haber
combatido en la tierra, siguiendo su ejemplo y bajo su protecci6n,
merezcamos ser coronados con él en el cielo. Por J. C. N. S. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario